Contrato con Niña Pez por libro de cuentos

Me complace comunicarles que el día 10 de marzo firmé contrato con la editorial Niña Pez Ediciones para la publicación de mi primer libro de cuentos.

En este momento, se encuentra en etapa de corrección. ¡Estoy muy feliz y pronto habrá novedades!

Gracias por leer y gracias a Jessica Boianover por apoyar mi proyecto.

La distancia

Mientras fregaba zapatillas, recordaba sus palabras como flechas «Si seguís jodiendo, me llevo a los chicos». Y si se concentraba y recordaba con ganas, le volvían los escalofríos y la piel de gallina. En eso se cortó la luz y Eliana rajó una puteada sentida al aire quieto del atardecer del barrio. Adentro del lavarropas le quedaron los uniformes que los chicos tenían que llevar al día siguiente para el acto y que pensaba secar con el caloventor durante la noche. «Y bueno», pensó, «que vayan con los uniformes sucios; no puedo hacer magia».

Al día siguiente, parada entre la multitud de padres ansiosos y mientras miraba el reloj porque se le hacía tarde para ir al trabajo, vio orgullosa venir a Lautaro de escolta. Mientras intentaba sacarle fotos con el celular sin zoom, escuchó el murmullo ácido de otras madres: «cómo lo va a mandar así de roñoso a la bandera… no tiene cara». Eliana se puso a temblar y se quedó mirando un rato para abajo. Quiso llorar pero ni eso pudo. Y encima, recordó que esa noche, a los nenes les tocaba conectarse a la hora de la cena para una cita con el papá, que llegaba del trabajo a esa hora y se encontraba con ellos en un servidor para jugar videojuegos un rato, mientras ella cocinaba o bañaba al que no jugaba. Recordó de nuevo sus palabras como flechas «si seguís jodiendo, me llevo a los chicos». Esta vez, una de las flecha la atravesó, se le infló la vena yugular como un caño a presión y, mientras sonaba el himno, lloró.

4-jul-2017

Ella

coronation-queenelizabethiiwavingfromthebalconyofbuckinghampalace-london-spiritofengland-peterbcrawford

 

El balcón le quedaba grande así que cuando salió se la veía pequeña. No obstante, lograba superar su menudencia con un ego grande e inflamado como un globo aerostático multicolor. Cada vez que la gente la vitoreaba, ella crecía unos centímetros. Saludaba como reina de belleza provinciana, la sonrisa plastificada sobre los dientes con fundas de porcelana. Se sentía una iluminada. Los cánticos retumbaban en las paredes lujosas de su nuevo departamento, reemplazo del palacio que la vio florecer. La bala cruzó la distancia entre el caño y su frente y abrió el aire en dos, con un surco sonoro y preciso. Cayó redonda, un costal de huesos. Luego todo fue un silencio milimétrico y gritos de gente perdida en la oscuridad de la acefalía.

La línea del horizonte

No quedó nadie. Los árboles pelados hacían eco contra las nubes. El viento helado aullaba en busca de un alma a quien tocar. Todavía se sentía el olor a carne chamuscada, sangre y barro. Pero al menos ya no se oían las sirenas ni los estruendos. Luisito tenía miedo de que se le agujereasen las paredes del estómago, con ese ruido y esos retorcijones. Se asomó por la ventana, temeroso, y miró lo más lejos que le daban sus petisos ojos. Nadie, todavía. Se puso en cuatro patas y bebió agua mugrienta del suelo. Se secó con la manga hecha jirones y volvió a su escondite. Afuera, ladró un perro y en la línea del horizonte plano una masa de polvo se desplazaba a gran velocidad por el camino.

 

5-la-casa-de-berlioz
«La casa de Berlioz», Maurice Utrillo.

libertad

Tenía sueño pero igual salió de la cama. Se asomó por la ventana y miró el mar, sonriente. La abrió y sintió la brisa húmeda adherirse a su piel. Por unos instantes breves como chispazos, sintió melancolía, hasta le pareció sentir el olor de su casa. Cerró los ojos y se dejó acariciar por el susurro inquieto de su propio pelo, que flameaba sobre sus hombros. Volvió a cerrar la ventana. De la melancolía y la culpa, no quedó ni una mota. Todos se iban a arreglar bien sin ella. Y si no, mala suerte. Demasiados años había perdido ya en dedicarse a todos menos a ella. Volvió a la cama, se deslizó debajo de las sábanas y empezó a tocarse los pezones mientras recibía la tibieza del sol de la mañana en la cara. No tardó en acabar. Le había encontrado la vuelta hacía poco, a esta altura de la vida. Nunca es tarde, se dijo. Cerró los ojos y se quedó escuchando sus propios latidos agitados con el trazo de una semisonrisa en la boca. Y estalló en llanto, desconsolada.

paz

Un perro ladrando al horizonte, lejos. El tic tac enmohecido del reloj de mamá. Reina un silencio de baldosas gastadas y polvo suspendido en el aire. En la cocina, la pava comienza a cantar y bufar. Adrián apoya los codos desnudos, hace fuerza y se levanta, pesado. Traslada con desgano sus músculos vestidos de grasa corporal y camiseta blanca hasta la hornalla. Sus pasos van dibujando un mensaje en código morse que no tiene destinatario. Apaga el fuego. Sacude el mate y su vientre se bambolea. Se rasca los tres pelos locos que tiene en la parte frontal de la cabeza. Bosteza. Vuelca el agua humeante en el Lumilagro verde. Sabe que se va a quemar pero no le importa. Vuelve con mate y termo al lugar de partida: la silla que lo contiene y no le rompe las pelotas. Ceba el primer mate. Se pone contento con la espumita que corona el borde. Sorbe enérgicamente y el ruido del agüita pasando por la bombilla llena el ambiente. Traga satisfecho. Todavía falta un ratito para que lleguen todos y se acabe la paz.

16-6

La herida

Enilde pelaba un salamín, absorta en su mundo. Cada tanto, revoleaba los ojos apáticos. Tenía los huesos cansados y la tarea le estaba costando más de lo normal. De repente, se le zafó el cuchillo y, con un movimiento violento, se cortó un dedo y golpeó un frasco de miel, que se derramó e invadió la mesada como lava fría. Enilde largó salamín y cuchillo, puteó y abrió la canilla para lavarse la herida. El agua corría silenciosa y helada borrándolo todo, hasta la identidad. Enilde sintió estupor al mirarse el dedo, la sangre dibujando garabatos en la pileta. No recordaba qué había pasado. Pero una certeza la hizo cerrar la canilla y sentarse. Entendió que no le quedaba mucho por andar. Se tomó la cabeza entre las manos y lloró a borbotones en la quietud de la cocina.

Wound, 2004 de Graham Dean
Wound, 2004 de Graham Dean

Al segundo timbre

Decidí subir. Por suerte tenía las llaves conmigo. En el ascensor, sentí un vacío en el pecho, como una brisa patagónica. El palier estaba oscuro y silencioso. Era un mausoleo ese edificio. Nunca me gustó. Pero papá no quería saber nada con mudarse. Típico de viejo.

Introduje la llave, giré rápido, abrí con un empujón brusco. La quietud del aire encerrado se derrumbó en un segundo. Todas mis acciones hicieron un eco ancestral y lacónico.

Algo me hizo no llamar su nombre ni correr a buscarlo. En cambio, me quedé inmóvil en la entrada, con el llavero en la mano y empecé a recorrer todo con la vista, buscando no sé qué.

En la mesa del comedor vi un sobre. Caminé hasta él y lo agarré. La solapa estaba pegada y decía «Para mis hijos». Lo volví a apoyar en la mesa. Incluso antes de abrir la carta, sabía lo que iba a decir.

Se me vino el mundo abajo. Lo esperado no duele menos. Inspiré imperceptiblemente agobiado. Al exhalar, arrastré los pies en dirección a su habitación, cabizbajo.

23-abr-15

Sin prisa

Leonor se corrió el flequillo con la punta del dedo índice para ver mejor. Miró a lo lejos. Todavía no se lo veía.

Soltó el pelo, que volvió a su lugar como un pesado telón. Pero a ella no le molestaba. El perrito de los de al lado volvió a sobresaltarla con su hocico húmedo inesperado. Perro de mierda, pensó. Y se separó un poco.

Repasó mentalmente las palabras, como si fueran el speech de venta de una promotora novel. Qué tarada, como si nunca hubiese dejado a un tipo antes. El sol reflejaba estrellitas púberes en la superficie del lago. Un churrero dejaba la vida en cada exhalación que le propinaba al silbato. Una pelota se iba irrevocablemente al carajo seguida por un niñito que daba sus primeros pasos.

El pibito se cayó de bruces al piso. Una nube densa tapó los rayos del sol. El perro salió disparado a ladrarle a una bici. Leonor se corrió de nuevo el pelo y acomodó mejor las nalgas en el pasto. Rodeó las rodillas con los brazos y siguió esperando al tipo, que nunca apareció.

14-abr-15