van y vienen

1

 

me amparo en los detalles nimios

en la gota que suda guiso en la ventana de la cocina

en el bicho muerto debajo de la cama

en el cuchillo con manteca del desayuno

en los yuyos que crecen entre las baldosas

de mi pequeño jardín

 

acepto esta vida finita

/sus cortos tendones/

e intento inmolar las ansiedades

que granulan mi risa

y alborotan mis ardores—

como ráfagas violentas que chamuscan las dunas

a veces

hay certezas que aquietan a los gusanos

son bombazos

cachetadas

pogos en el agua

vienen y van

van y vienen—

hoy están

/me abrazan/

mañana, vemos

 

 

Paciencia

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«Farol», Roberto Mancini

 

Dos de la mañana. La bruma del puerto y los vahos del Riachuelo deambulan insomnes por las calles de adoquines. Debajo de un farol rotoso y un chambergo desgastado, los ojos de Daniel intentan mostrarse fuertes y decididos. O al menos, esconder el dolor. Titubea unos minutos mientras le da unas últimas pitadas vigorosas al pucho que compró suelto en lo de Don Jaime. Lo arroja con un gesto seco. Lo pisa con un pivot que denota tango y enfila para el lado del centro por la calle desierta que huele a buques y apesta a soledad. Trata de convencerse de que esta es una situación única, que no debe repetirse. Aunque esa cantinela ya le había sonado antes en el balero. Pero hoy… justo hoy… se trata de pasar la noche.

Golpea la puerta. Espera acercando la oreja, a ver si oye algo. Vuelve a golpear.

—Abrí, Cora —golpea de nuevo más fuerte.

—¿Quién es?

—No te hagás la que no sabés. Dale. Abrí.

La puerta es un témpano de hielo inmóvil que aplasta todo.

—¿Vos realmente creés que te voy a abrir? —suena una risa forzada y socarrona.

—¿Y vos realmente creés que si te toco a esta hora es para embromarte? ¡Dale! Necesito tu ayuda.

Cora abre. Del otro lado, todo es oscuridad. Daniel se escabulle por la rendija nocturna con mucha dificultad y la boca se le arruga de dolor.

—¿Qué querés a esta hora? ¿Qué pasa, Daniel? No sé más cómo decirte que te tomes el olivo.

Daniel, cabizbajo, mastica esa última frase admonitoria y empieza a subir las blancas escaleras de mármol, que se ahogan en la negrura de la madrugada. Arriba, la penumbra de la galería le trae el hedor fresco de los recuerdos amargos. Se mete en la única pieza. Sobre una mesita, una vela agoniza junto a un vaso de agua, un cuchillo y tres nueces. Daniel se deja caer en la silla. Cora Ferry, envuelta en batones, lo mira fastidiada con los brazos cruzados y apoyada contra el marco de la puerta.

—¿Estabas por cenar? —dice él con sorna emitiendo una risita fallida.

Cora resopla y revolea los ojos al techo.

—¿Qué mierda hacés acá, Daniel?

—No te quedan bien esas palabras de marinero. Vos sos una dama.

—Mis clientes no piensan lo mismo.

Cora nota que Daniel se aprieta el flanco izquierdo y hace una mueca casi invisible, pero ella lo conoce. Lo conoce bien. Y por eso, sabe que no la va a dejar en paz. Sabe que hoy es ayuda con el puntazo que ligó por escolasear por ahí, mañana una ayudita porque no tiene ni para comer, pasado son los celos por sus clientes, otro día es la calentura porque él tiene sus necesidades de varón, otro día, porque ella es el amor de su vida… Harta está de este tipo. No se lo puede sacar más de encima y a veces además de pesado, se torna peligroso.

Cora mira el cuchillo y no puede dejar de pensar que esa sería una solución definitiva. Total quién va a investigar a este fiestero infeliz que anda de farra por todos los almacenes. Descruza los brazos, se acerca a la mesa, corre la silla, se sienta. Vuelve a mirar el cuchillo. Mira a Daniel a los ojos. Tiene una mirada distinta hoy, como ido.

Daniel le toma la mano bruscamente, le aprieta los dedos hasta que las yemas se le ponen blancas. El cuerpo de Cora se tensa todo, suspende la respiración.

—No estoy bien. Dejame pasar la noche acá. Te lo suplico, Cora.

Daniel afloja la presión. Cora retira la mano de inmediato. Vuelve a mirar el cuchillo. Traga saliva. Mira a Daniel y ve una aureola de sangre asomando por la solapa del saco. No puede evitar pensar qué valor podría tener un cuchillo metido con saña en ese cuerpo maltrecho.

—Tengo algo para vos —le dice y se levanta con el cuerpo dócil y mucho, mucho más relajado por la revelación de esa mancha de sangre. Se acerca al aparador y toma un botella de ginebra—. Tengo dos, regalito de un cliente.

Tira el agua del vaso, lo enjuaga, pone la botella de ginebra sobre la mesa con autoridad. Le llena el vaso. Le toca suavemente el hombro, disimulando la irritación que le causa tenerlo ahí andá a saber hasta qué hora.

—Quedate nomás, pero entrale a la ginebra, que mal no te va a venir.

—Vos sí que me conocés, negrita.

—Chist, callate. Y tomá tranquilo que tengo otra.

Cora respira hondo, se refriega un ojo y apoya el mentón en las manos. Ahora es solo cuestión de esperar.